Basta de callar - Carta del victimario

 Señores de la comisión de la verdad y la reconciliación, 

La presente es para confesar un crimen terrible que he cargado durante muchos años. En mis primeros años de actividad en el grupo policial denominado como los “Sinchis” cometí crueles abusos contra muchas mujeres peruanas. Pero debo añadir que no fui el único y que en ese entonces dábamos por valido estos abusos como una forma de persuadir a los campesinos de entregar a los senderistas. 

Soy Juan Torres Campos, hijo de un oficial del ejército. Mi padre siempre quiso hacer de mí un hombre fuerte. Por ello, me golpeaba y ponía en duda mi sexualidad con comentarios y señalamientos ante cualquier rasgo que no encajara con su concepción de hombre. Sin embargo, entre más me golpeaba e insultaba menos hombre me sentía. Sentía miedo y frustración de no poder ser quien él quería que yo fuese. Ese dolor hizo que creciera con un fuerte deseo de aceptación.  

No quise entrar al ejército pues quería alejarme de mi padre. Pero irónicamente busque algo parecido, me metí a la policía creyendo que podría convertirme en el hombre que esperaba mi padre que sea. Por eso, no me importaba lo duro de los entrenamientos o los abusos que me realizaban mis superiores. A pesar de mi esfuerzo me apodaban “tembleque”, me consideraban cobarde y asustadizo y siempre me asignaban todas las tareas que los otros no querían hacer. Aun así, creí que este estatus era temporal, lo normal ya que era uno de los nuevos. 

En aquel entonces, teníamos la paranoia de creer que todos eran terroristas, no se sabía en quien confiar. Muchos compañeros o familiares fueron víctimas de los senderistas. Mi padre decía siempre que no había piedad para el enemigo, pero quien era el enemigo y quien no, para nosotros ya no existía un límite entre ellos. Algunos decían que estaban hasta debajo de las piedras. Que podíamos hacer, primero tuvimos miedo y luego decidimos causarlo. Los terroristas debían temernos y la población también, así no se atreverían a seguir encubriéndolos. Pero antes de darnos cuenta ya habíamos cruzado la línea de la razón. Ahora éramos animales.  

Uno de los métodos más comunes para buscar confesiones eran las violaciones sexuales. A pesar que no conseguíamos más que humillar y matar mujeres, la lucha contra Sendero no avanzaba. Yo me resistía a emplear estos métodos y por ello fui víctima de burlas y golpes que me recordaban mi infancia. 

Un día ya no lo aguante más, decidí demostrar mi hombría sin importar el método. Nos dieron la pista de que una comunidad campesina escondía a un líder senderista, no habían pruebas de ello, pero para nosotros una pista era una pista y era mejor que nada. 

Llegamos allí y disparamos al aire, reunimos a las mujeres en una sección del camino que unía la zona comercial con las chacras. Entonces, mis compañeros empezaron a interrogarlas utilizando el viejo método con una y con otra. Mi superior, un compañero y yo recorrimos nuevamente el camino y nos topamos con una campesina y su niña. Ella llevaba unos bultos envueltos en mantas. Creímos que era sospechoso así que las llevamos con las otras mujeres. Yo tome a la niña, mi compañero se llevó los bultos y mi superior se encargó de la mujer. Él la violo como siempre se hacía en estos casos, pero la mujer en vez de confesar solo rogaba por su hija. Esto lo irrito tanto que me ordeno que me encargara de la niña. Yo sabía lo que eso significaba, pero ella era solo una pequeña niña, qué podría saber. Eso no tenía sentido, pero todos seguían diciéndome que obedezca, que le dé una lección a la mocosa, que si no podía ellos se encargarían de ambos. 

Entonces, sentí un dolor en la mano, esa pequeña me había mordido. Acaso ella también me subestimaba. La alcancé, la tiré al suelo y saqué mi navaja. Estaba furioso y confuso, empecé a cortar su pequeño cuerpo. La interrogue, pero ella no se movía ni hablaba, me desespere y decidí imitar a los otros. La desvestí mientras ella lloraba y me ignoraba. Solo reacciono y peleo cuando empecé a violarla. Me sorprendió ver que ya no era yo quien temía, sino que era temido. Me sentí fuerte, poderoso y no pensé en que era una persona a quien dañaba, para mí era mi oportunidad para ser aceptado y temido. 

Al terminar la deje allí tirada e inerte, no supe si vivía o no y tampoco me intereso saberlo en ese momento. Solo nos retiramos después de enterrar a algunas en ese mismo sendero. Esa no fue la única víctima que tuve, ya no las puedo ni contar, después de todo cuando se cruza una línea es muy difícil volver atrás; sobre todo porque al fin me sentí parte de algo, aceptado y algo temido. Ya no me importo preocuparme por mi propia humanidad. 

Pasada la crisis, nos ordenaron olvidarlo, como si todo lo que hicimos no fuera más que una pesadilla. En ese entonces creí tener suerte, todo lo que hice quedo impune y nadie me señalaría. Podría decirse que después de aquello tuve una vida bastante correcta en el cumplimiento de mi deber como policía. Me case con una buena mujer y tuvimos una hermosa hija que ahora es una adolescente 

Hace un par de días, mi hija llego a la casa muy alterada y con parte de su ropa rasgada. Nos contó que unos pandilleros habían intentado abusar de ella, pero otro joven la ayudo a librarse. Entonces, pensé que aquellos mocosos debían pagar caro por lo que intentaron hacer y caí en cuenta de lo terribles que habían sido mis actos. Quizá el mismo Dios me está castigando, pero que no se la cobre con mi niña, con ella no, ella no tiene la culpa de tener de padre a un monstruo como yo. 

Por eso, escribí esta carta con el deseo de recibir el castigo que tengo merecido. Aunque aún no se si tenga el valor de enviarla. 

Att. Oficial PNP Juan Torres  

 

*Inspirada en testimonios reales recogidos por la CVR y artículos periodísticos 


Por Mioné 

 

PD: para mayor información visite el museo Lugar de la memoria ubicado en Calle San Martin 151, Miraflores – Lima – Perú.  

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